La verdad que uno empezó el mes de agosto acumulando argumentos contra el enemigo número uno: el ruido. La madrugada del 31 de julio le desvelaron los gritos de un grupo de gente que iba de marcha. Descolgó el teléfono y llamó a
Los españoles tenemos muchas virtudes, pero en la cuestión del ruido vamos a peor. Es verdad que las protestas aumentan. Cada año se presentan unas 360.000 demandas por contaminación acústica ante los tribunales, la punta del iceberg de un descontento que crece imparable, especialmente en verano. Porque no es sólo el ruido. Julio y, sobre todo, agosto, son los meses perfectos para abrir zanjas, desviar conductos, arreglar pavimentos o señales de tráfico. Una atracción irresistible para los ayuntamientos de una punta a otra del país.
Zanjas y basuras
El resultado se ve en las calles. En ellas los atascos no han dejado de ser una constante, gracias a centenares de obras que han convertido la ciudad en una especie de gigantesco yacimiento arqueológico. Las ciudades se encuentran acosadas por atascos y estrecheces por las obras del metro y por la mejora de las líneas de distribución eléctrica. Entre atasco y atasco, la gente encuentra tiempo para la expansión. En las ciudades se programa hasta teatro frente al plácido mar. Lo que significa toneladas de basura de todo género. Pese a campañas específicas en radio y televisión, el año pasado se recogieron más de 10 millones de colillas en las playas.
El problema se agudiza en verano, porque el ocio está fuera de control. El barrio se convierte en un parque temático, con bares, discotecas, restaurantes y pubs. Lo que crea una retahíla de quejas tan infinita como familiar para los habitantes de los barrios céntricos de cualquier ciudad española. Botellón y vandalismo rampante, que se cobra a diario su tributo en farolas rotas, señales de tráfico arrancadas, o carritos de supermercado estampados contra los escaparates.
Por no hablar de la proliferación de terrazas. Es como si nuestras calles estuvieran privatizadas. No podemos caminar, porque las aceras están completamente invadidas. La policía nocturna apenas tiene retenes para hacer frente a todo esto. Todo esto son 230 bares y 18 pubs en un espacio donde viven 6.000 vecinos. Como es el caso del barrio de El Carmen en Valencia, patrimonio histórico-artístico y lugar de referencia para los valencianos, y eso tiene que tener un coste. En ese lugar se hacen las procesiones del Corpus, o las ofrendas de flores a
En otras ciudades pasa lo mismo, barrios que en otro tiempo eran zona residencial, se han convertido hoy en una de las sedes de la movida local. Las personas que tratan de vivir en esas zonas no se resignan. Al contrario, batalla a diario contra el ruido y las actividades molestas, mediante centenares de asociaciones. Incluso han celebrado congresos para aglutinar a expertos en la difícil tarea de combatir la contaminación acústica y ambiental. ¿Éxitos? De momento pocos. Una sentencia histórica del Tribunal Constitucional en la que se reconoce que el ruido excesivo atenta contra la intimidad de la persona, y un par de sentencias del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, una de ellas de 2004, condenando a España en un litigio de ruidos por violación de los derechos humanos.
Pero nada parece hacer mella en las autoridades municipales, ni en las judiciales, más bien despreciativas con el problema. Y eso que, según
A menudo, es la propia administración la que no se molesta siquiera en predicar con el ejemplo. Los ruidosos camiones de recogida de la basura de madrugada, obras públicas molestas son una constante en el panorama veraniego. En otros países de Europa cuando se va a acometer una obra pública se hace un cerramiento con plástico para evitar la contaminación por polvo, y otro más con materiales absorbentes, para evitar los ruidos. En España ocurre pocas veces.
Cuando llega la noche y las excavadoras y tuneladoras callan, se pueblan las terrazas y las verbenas. Se mire adonde se mire el panorama es idéntico. Muchos de los vecinos de cualquier barrio, soporta ruidos entre 80 y 95 decibelios en plena madrugada. Muy por encima de los 26 decibelios que fija
En Madrid, quinta capital turística europea, con sus 5,3 millones de visitantes al año —según datos del Ayuntamiento—, las terrazas, los conciertos al aire libre y la movida son la imagen de marca a la que ningún consistorio está dispuesto a renunciar. Es difícil encontrar la medida en este tema, e incluso en los barrios saturados, se siguen inaugurando locales. Y hasta restaurantes gigantescos sin licencia ninguna. ¿Qué opinan los responsables al respecto? En agosto no hay respuesta. ¿Será que
Otra cosa son los ayuntamientos, y dentro de una y otra administración, los cargos políticos a quienes compete, en buena medida, la solución de este problema insoluble. ¿Habría que concentrar el ocio en zonas de las afueras ciudadanas? A los dueños de la noche se les eriza el vello sólo de pensarlo. Sobre todo, porque no se sienten culpables. Para la federación de hostelería el verdadero problema no es el ruido del ocio, sino el del tráfico.
Los problemas del ocio son los problemas de la sociedad española. Falta organización, pero el debate está muy verde. Se olvida además que España es un país turístico. Que el turismo representa el 12% de nuestro PIB. ¿No somos acaso el país con más bares y restaurantes por metro cuadrado de Europa? Ésa es la percepción general. Tenga en cuenta que de ese 12% del PIB, el 8% lo aporta el sector hostelero. En España hay unos 300.000 empresarios de hostelería. Una fuerza imponente que convierte al sector en un verdadero Goliat frente al pequeño David de asociaciones y plataformas.
Una fórmula exportada
La actitud de los ayuntamientos españoles hacia la marcha varía sólo formalmente. Algunos han organizado jornadas sobre el ruido y tratan de mantener una cierta imagen, pero la situación sobre el terreno es de permisividad. Lo cierto es que esta forma de explotar el ocio está teniendo éxito también fuera de nuestras fronteras. Al menos los países recién llegados al mercado turístico han tomado muy buena nota. Praga, capital de
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