11 marzo 2005

Aceras y pavimentos en mal estado


Es una penosa realidad que muchas ciudades, pueblos y localidades, sean para los peatones un terreno hostil, especialmente para quienes aspiran a transitarla a pie, ya fuere por obligación o por mero ocio.

En muchas ocasiones los lugares de transito para los peatones se encuentran en un estado tan lamentable de degradación, que se convierten en un peligro, y lo que es peor las autoridades locales no dan señales de preocuparse por esas irregularidades.

Mada más placentero que una ciudad invite al placer de caminarla. Por mucha prisa que se tuviese, el ejercicio cotidiano de andar a pie casaba a las mil maravillas con la contemplación de la arquitectura circundante, de las mil y una circunstancias propias de la vida urbana, de los escaparates y de la invariable belleza de las transeúntes.

Pero uno peca de iluso en algunas ocasiones, si pretende gozar de esos placeres: aceras destruidas, con manchas carentes de embaldosado, horadadas por las secuelas de obras públicas incompletas, plagadas de baldosas sueltas, otras sobresalen, esos caminos no permiten las actitudes contemplativas. Se supone que uno anda estirado con la vista mirando al frente, pero no hay forma de hacerlo, pues tenemos que caminar con los ojos clavados en el suelo para evitar tropezones susceptibles de provocar peligrosas caídas.

Muchas veces es por la indiferencia de las empresas de servicios públicos, y, también, por la inexcusable desidia que en materia de esta clase de controles (y de otros sobre cuestiones aún más delicadas) caracteriza a las autoridades locales. El pésimo estado de las aceras, son como una mancha que agravia la calidad de vida de los ciudadanos.

Similar o todavía más grave es la pobrísima calidad del pavimento de las calzadas, torturado por el crecimiento de la circulación de vehículos y la falta de mantenimiento adecuado, que ha dejado como saldo innumerables baches y socabones.

Cierto es que han sido encarados trabajos para remediar esas irregularidades. Pero muchas veces la tarea de las empresas concesionarias no deja excesivo margen para el elogio. Esas labores avanzan a paso de tortuga, o en el peor de los casos quedan en suspenso.

Muchas de esas situaciones son, sin duda, malas señales que hieren el prestigio de cualquier urbe. Una ciudad cuyas autoridades se jactan de poner siempre por delante el bienestar de sus habitantes y de obrar con la mira puesta en la positiva captación del turismo, no puede ni debe dejar librada al azar la solución definitiva del evidente deterioro de sus pavimentos y aceras (sobre todo si, como suele ocurrir, su teórico mantenimiento entra dentro de una tasa fiscal que los contribuyentes tienen que abonar de forma puntual e inexorable).

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